fimmtudagur, febrúar 18, 2010

Étude on Light

Reflejo del  P l u m a  Blanca

*

Humo y Eternidad

 

 

 

  El reflejo es amarillo, como la cerveza, y hace ver mis labios inmensos, hinchados y ajenos. Me disgusta pensar que mis labios tocan al beber esos otros labios de cerveza, hinchados, así que dejo el vaso en la barra, y lo contemplo desde más distancia, evitando mirar la superficie plana del líquido, ese cristal acuoso que me deforma. Aparto mi vista para reencausar el flujo de mis pensamientos, volviendo a mirar al mundo exterior en que la tambora de la música, que se había callado al sumergirme en mi interior, retumba ahora con fuerza, haciendo vibrar a los presentes como las líneas de bollas en una alberca. Es quizás el ambiente de humo que me hace pensar eso – veo mi mano borrosa, abro y cierro mis dedos y dan la impresión de estar sumergidos en el agua. Incluso mi reloj lo piensa – si no fuera porque lleva años marcando sólo los minutos y nunca las horas, me extrañaría del pequeño número que titila en la pantalla, diciéndome que hemos sobrepasado los metros de presión que puede marcar.

  En la barra y las mesas, están los mismos clientes de siempre, la piel persignada en sudor y los párpados entrecerrados que se abren al mundo con el rostro ligeramente inclinado, hábito del desierto, de evitar la luz que rebota en calles y arena, y se mete como disparada por los ojos. Aquí adentro, en la penumbra del bar, ya no es necesario esta mirada de lagartija, pero es difícil romper el hábito. La gente que aquí entra noche con noche se ha vuelto parte de mi, a base de tanto mirarla - sé que si volteo hacia sus lugares de siempre los encontraré como si estuviesen regidos por la mecánica cuántica, fingiendo historias nuevas, motivos nuevos para seguir en esa oscilación de su vida que los hace volver irremediablemente a este lugar. Más que un bar, el Pluma Blanca es un escondrijo, una esquina del universo, donde las almas de antiguos revolucionaros del mundo se esconden del rutinario paso que han tomado las horas de sus vidas en el exterior, tras haber perdido el candor de su juventud socialista. Buscan en la barra la posibilidad que este navío caótico les da en su penumbra, de capturar memorias y revivirlas mientras la cerveza cae de la caguama al vaso, a manos del barman, como hilo de arena que escapa del reloj, queriendo volver al cielo pero no sabiendo más que caer. Beben y recuerdan, y cuando pueden intentan atrapar a los más jóvenes en sus historias; pero esos, los otros, los que se disfrazan con piel nueva, los que aún blanden las espadas de artistas e ideas del poder de su voz, vienen por que aquí es el olimpo, y creen encontrar en la reunión de estas almas hermanas, el jolgorio de materia negra de donde se crea la grandeza, y es el lugar justo para congelar sus sinapsis y excreciones artísticas en la eternidad aparente de estas paredes. Admiro las obras oníricas que han pintado –la variedad de monstruos y colores que han nacido de las mentes requerirían tal vez análisis psicológico – aunque muchos dirían que son sólo productos del hada verde-cenizo de la mota: a mi lado, las manos de un John Lenon y su rostro son envueltos en llamas que son el cabello de una hembra de ojos cerrados, sutilmente indígena, imágenes que son aplastadas ante un rostro contiguo del doble de tamaño ¾color amarillento, como el mío reflejado en la cerveza,¾ de nariz innecesariamente alargada, los labios estreñidos, los ojos en sombras  - la cara perfecta de un psicópata, y al lado de ambos, la negrura de la que surgen estas imágenes alumbradas volviéndose más intensa sobre la barra, una órbita de un átomo o un planeta, donde han colocado el espejo en que el bar obtiene una dimensión infinita.

  Esos que son artistas de closet, que no conocen a Cezane ni Bukowski pero que aún así temen al tiempo y saben que dentro de este antro se puede a veces quedar detenido, han grabado palabras escritas, frases a primer nivel ingeniosas pero debajo de la superficie dolientes, como la que enmarca el espejo Ha sido, es, y será… hasta el fin, y no se si se refiere a los ojos de ese ser que me mira, perdido en una masa pangeática de colores sin forma, donde lo único delimitado son esos dos ojos negros, profundos. Siempre he pensado que nunca soy yo, en los espejos, ese ser que me han enseñado a reconocer, las cejas urañas y el mentón cuadrado; que quizás mientra la luz viaja de mi piel morena hacia su superficie algo se queda en el trayecto del pasado, se distancia de sus otras dimensiones de espacio tridimensional y sonido, y se vuelve un fantasma plano que configura un pedazo de mi ser que ya no está.

  Me enfoco en el vaso de cerveza que detiene mi doble en sus manos. Desde esta perspectiva indirecta, aún noto como la imagen de mí se dispersa hasta las partículas interiores, como cada una obtiene de mi un pedazo, un pedazo que aunque se haya inventado la sinécdoque no lo hace verdadero, y me devuelve ese monstruo de Escher, las orejas perdidas en la perspectiva. Si esa o esta cerveza se detuviera aislándose del tiempo, cada pequeña burbuja pegada al vaso de vidrio vuelta más vidrio, más eternidad, mi luz, mi imagen, quedaría atrapada en sus partículas, un pequeño holograma esperando a ser representado y liberado, una urna con más información de mí que mis cenizas. Recuerdo los vidrios de Bradbury, donde la luz se tarda milenios en cruzar – e imagino que me paro de mi banco en la barra, echo un último vistazo al espejo que seguirá ahí por siempre y abandono mi lugar; en el mismo tren de eventos, otro cliente llega y se sienta, mira al barman, su cerveza, y finalmente al espejo, y se pensará que es él cuando en realidad soy yo. Aunque en ese caso quizás sería otro yo previo, el yo de alguien más, que dejó su imagen ahí para hacerme creer que soy a su imagen y semejanza. Me desagrada esta idea, el pensar que esos labios tan delgados del espejo no son míos, se me antoja asqueroso el pertenecer a otra saliva, así que dejo de mirarme, dejo de mirar a ese ser que me viene atrasado y que a veces adivina mis movimientos, y decido que es buen momento para ir a vaciar la vegija, lo único que estoy seguro es completamente mío, más que el hambre.

  Cruzar el mar de personas implica chocar contra ellas, el crujido de la ropa y amoldamiento de los cuerpos, efecto que nadie parece notar, como si esta pequeña reacción de átomos e iones copulando momentáneamente y separándose, células muriendo en nuestra superficie, no fuese de mayor importancia. Quizás camino entre ellos como camina el aire, haciéndolos más conciente de sus límites, peces raros que al dejarse llevar por el mar se olvidan de su fin. Veo en sus bocas la letra de la canción que suena en el fondo, la recitan como una letanía fervorosa que los transforma en radios, receptores transmisores de esa misma sensación que me embarga, de que soy nube en medio del humo, de que he sido siempre un dinosaurio caminando por este pasillo, por esta puerta hacia el baño.

  El umbral a unos pasos está marcado con dibujos obscenos. No hay puerta ni letrero, pero a través de él se vislumbran mingitorios y lavabos, la luz amarillenta más intensa que recuerdo haber visto, y una mujer o niña hecha una muñeca tirada junto al único wáter. Un hombre sale cerrándose la bragueta, y entro. Me golpea más fuerte que la luz a la que se desacostumbraron mis ojos el olor a orines y mota que se enclava en mi esófago, y que por momentos no me deja respirar. A esto es a lo que huele la humanidad cuando no están fingiendo, pienso. A lo que olería yo en la edad media, en el prehistórico, antes de irme a bañar en la Panthalassa, a lo que oleré al cruzar el Aqueronte. Entro, respirando más lento para evitar las arcadas, e intento no pisar los pliegues del vestido de esa cáscara de mujer que está tirada en el piso, su cabello desparramado como la pintura de la pared de la barra, en llamas que envuelven los pies de la taza de baño. Sus ojos verdes están abiertos con el movimiento ocular congelado, la mirada fija en un punto distante, como si la luz de las estrellas pudiese atravesar el techo y su vista pudiese verla e incluso seguirla más allá, hasta su origen, sus ojos transformados en una copia de la estrella que la absorbe, con los bordes rojos y el iris demasiado extenso y blanco. Interpongo mis ojos sobre su cara, pero ellos abarcan más luz que mi ser, y siguen viendo las verdades de aquella distante constelación sin reparar en mí. Me enderezo y miro a los baños, y esa necesidad de orinar se ha vuelto asco, y decido que es momento de salir de este antro, pero mi pie en el aire es detenido por la mano de la joven, por los dedos fríos como agua, su mirada aún perdida en el espacio.

  Mientras la volteo a ver, esperando algo, escucho en el fondo el sonido de una gotera constante, que parece ir inundando un balde y derramándose por el piso, llevándose en su marea grillos y cucarachas, papeles, chicles y hasta mis pies, mi cuerpo, y comienzo a flotar en un mundo refractado, en el que miro a la joven y miro a la joven, y la miro desde cada dibujo obsceno y cada letra de la pared, como una mosca que mira mil pantallas de televisión en cuyo centro está ella, la presa, su ser el centro de la verdad, de mi atención, hilando el imperceptible movimiento de su nariz al resonar de mi corazón. Respiro y el vaivén me mece en ese flujo, y ella se sustituye por otras mujeres en cada uno de mis latidos, los barbilla recordándome a otra amante, el cuello tornándose frágil, las comisuras de los ojos alargándose más y más hasta ser hendiduras en la piel.

   De pronto se incorpora, queda sentada, sin soltar mi tobillo, y la distancia entre nosotros se vuelve mínima, su cara casi a la altura de mi sexo, uno de sus pies de uñas negras asomándose del vestido que antes cubría toda su piel prístina. Su mano, en mi tobillo, tiene también las uñas negras. Me parece sentir el latido de su propia sangre a través de sus dedos, acompasado a mi flujo, mi flujo fluyendo ahora por ella, vuelto vida de dos cuerpos. Me suelta, pero la sensación permanece ahí, quemada en frío. Se para por completo, ayudándose en la pared, subiendo como una oruga aprovechándose de la fricción. La miro tan intensamente que siento que en cualquier momento haré fluir la electricidad de sus ojos ausentes con el magnetismo que le imprimo a mi mirada, y que me verá. Y así sucede, por un segundo me mira, lúcida, habiendo salido del mar que la ahogaba, y dice mi nombre, su mirada volviéndose a perder en la ciénaga del destiempo de la droga. El sonido de su voz y mi nombre la transforma inmediatamente en alguien que creo reconocer, su imagen se asienta en mi mente, pero flota alrededor sin asociarse a ningún momento en específico de mi vida. Sin embargo me es tan conocida que estoy seguro que la he besado y que hay un punto en su espalda en que mi mano se ha posado, pero más allá de eso, ella permanece en tinieblas. Levanta un brazo, como para asirse a mí, pero no me toca, se queda a distancia y tiempo de mí, viajando entre su galaxia y mi galaxia. Adentro del baño, la música se ha detenido, no cruza el umbral de la puerta, estamos en el silencio del centro del universo, su brazo extendiéndose sin llegar, mi cuerpo rígido, expectante.

  Abre la boca, como si para hablar, y la obscuridad encima de su lengua, de pronto, se vuelve un hoyo negro gigante que me traga. Ser tragado duele, duele en la nuca, y lo último que veo son sus ojos verde mar.

 

 

 

 

1 Ummæli:

Þann 11:40 , Blogger Sol sagði...

te soñé... it was nice seeing you again

 

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